Por José A. Cañizo
En las lejanas montañas
de Ha-Ling, sobre las nieblas del Lan Jiang, había un monasterio
habitado por treinta monjes que dedicaban sus vidas a la meditación
y la búsqueda de la verdad. Despreciaban la vanidad y no
tenían ni un sólo espejo ni cristal donde reflejarse
(ni se hubieran mirado de haberlo tenido). Vivían en el
silencio: no hablaban jamás entre ellos. Tanto era así
que la mayoría de ellos no recordaba ni su propia voz ni
su cara. No se comunicaban de ninguna otra manera posible, porque
creían firmemente que debían alcanzar el conocimiento
interior por medio del aislamiento, y la comunicación tampoco
era necesaria porque todos ellos actuaban de la forma que creían
más correcta para la buena organización de las tareas
mundanas pero ineludibles del monasterio. Cada día se reunían
para cenar a lo largo de una gran mesa iluminada por la luz de
la tarde, y el silencio era tal que se podía oír
el ruido de los rayos del sol poniente al rozar los platos de
barro. Vivían por encima de la niebla y de las preocupaciones
humanas.
Un día una ráfaga
de viento llevó al monasterio una rara enfermedad que
sólo
se daba en aquellos valles. Ese mismo día algunos de ellos
quedaron contagiados de este mal, pero no sabemos cuántos
con exactitud. Los síntomas de esta enfermedad eran
sutiles: el que la contraía inmediatamente desarrollaba
un pequeño
punto rojo en su frente, pero no tenía ningún otro
síntoma hasta pasados cuarenta días, cuando comenzaba
a sentirse mal. Para curarse se necesitaba tomar unas hierbas
frescas del pie de la montaña, a cinco días de
viaje. Estas
hierbas, sin embargo, eran mortales si las ingería un
persona que
estuviese sana.
Esta enfermedad era muy contagiosa,
pero sólo cuarenta días después de haberla
contraído, era cuando el enfermo comenzaba a mostrar otros
síntomas aparte del punto rojo en la frente.
Como os decía, algunos
de los monjes fueron infectados aquel día por una brisa
que vino del valle, y que se fue dejando a algunos de ellos con
puntos rojos en la frente. Todos ellos eran estudiosos y tenían
toda la información existente sobre la enfermedad. De hecho,
sabían exactamente lo que os he contado. Además,
todos sabían que al menos uno de ellos estaba infectado
porque una característica de este mal era que los pájaros
se alejaban de cualquiera que lo hubiese contraído y ese
día no había ni un sólo pájaro a la
vista en las cercanías.
Los enfermos nunca se miraban
al espejo, así que nunca verían su propio punto,
aunque sí el de los demás. No se comunicaban entre
ellos de ninguna forma, así que no avisarían a un
enfermo de que lo está aunque viesen el punto rojo de su
frente. Sin embargo, no deseaban contagiar a nadie, y si alguno
de ellos se daba cuenta por cualquier otro medio de que estaba
enfermo, se iría del monasterio inmediatamente es busca
de la planta que lo curaría. Por supuesto, notarían
que algún otro estaba enfermo por el punto rojo de su frente,
y sabrían que el otro se ha dado cuenta de su enfermedad
si no lo viesen durante la cena de ese día, lo que signficaría
que había bajado al valle para buscar la cura.
Eran monjes inteligentes,
y los que estaban enfermos no tuvieron ningún problema
para notarlo al cabo de algunos días. No les hizo falta
comunicarse en manera alguna y no permitieron que esto les distrajera
de su reflexión. Ninguno de ellos murió a causa
de la enfermedad; todos los que fueron volvieron del valle curados
por completo.
¿Cómo pudieron
hacerlo?
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